Charlotte.
- Felipe Díaz-Miranda
- Jun 20, 2016
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Bajó por Fritz Meyer Weg hasta la curva dónde siempre estaba helado a esas horas de la mañana, y siempre podía fingir que resbalaba patinando, incluso con las botas. Yo no la esperaba en la parada por aquel entonces, sólo la veía llegar, tampoco alegre, despreocupada diría, sin arreglarse demasiado ni descuidar mucho su imagen, indiferente a fin de cuentas, a mí, a la pequeña Charlotte, al hijo mayor de los Kranvitte, a Chris, a la señora White, y al bueno de Gerard, que le daba el periódico y la mejor de sus sonrisas. Siempre llegaba la última, pero nunca llegaba tarde. De todas formas, no nos hubiéramos ido sin ella. Vivía cómo quien baila delante del espejo en el cuarto de baño. Era como si no nos conociéramos, pero de toda la vida. Nunca nos presentaron, suficiente para intercambiar ese frío gesto de cabeza y cejas sin dejar de caminar, sin esbozar si quiera una mueca de complicidad, lejos de cruzar una palabra.
La nuestra era la segunda parada de la línea, aún lejos del centro, así que salvo días excepcionales, venía Klaus el de los quesos, de traje y maletín sentado detrás del conductor, y nosotros seis teníamos casi sitios fijos. Aquel día, se sentó más cerca de lo normal, qué tal todo, me preguntó. Y como no sabía por dónde empezar, le pedí que se casara conmigo. Obviamente me dijo que sí. Me han contado esta historia de otras maneras, pero así es como yo la recuerdo. Entonces nos fuimos a vivir a Houston. Allí tenía yo un primo, amigo de su primo, con una empresa gigante y grandes puestos para nosotros. Dábamos importantes conferencias en varios idiomas, y nos convertimos en prestigiosos profesionales. Volábamos en primeras clases que parecían Suites de cinco estrellas, y en vez de cacahuetes te ponían caviar. Y era difícil pedir una Coca Cola porque sólo tenían botellas de Moët & Chandon hasta para lavarse las manos. Recibimos aumentos, ascensos, fundamos nuestra propia empresa y la llenamos de los mejores trabajadores que había en el mercado. Coleccionamos premios, nombramientos y galardones, que apenas cabían en el trastero de nuestra envidiable casa americana. Con el tejado a dos aguas, y los cristales de las buhardilla llenos de polvo porque nunca subimos para nada. Pintada de blanco, con los marcos de las ventanas en verde. Y la puerta a juego. Con su porche, y su mecedora. Y aunque no tuviéramos la bandera, era la vida de película que firmaría el mejor director de Hollywood, y que nosotros acabamos rechazando cuatro años después, cuando nació nuestra pequeña Clania.
Volvimos a Unterfhöring, alquilamos un piso modesto, pero con cuatro habitaciones, por si nacían pronto los gemelos, que podrían compartir cuarto. Jhon, que vendría después a llenar la casa, y nuestra Charlotte, en honor a aquella pequeña niña morena de ojos claros que viajaba desde tan pequeñita sola en el número 187 hacia Arabellapark. Probablemente su cuna estaría en nuestro cuarto, y después, su cama, en la habitación de Clania, que acabaría heredando cuando su hermana mayor se fuera a la universidad. Y los gemelos tendrían que dormir juntos cuando volviera, porque los chicos se iban a quedar a estudiar en Múnich. Nacieron todos, en el riguroso orden que esperábamos. Tan normales, como yo, y tan mágicos como su madre.
Entonces, yo salía siempre dos minutos antes de casa, sólo para llegar primero a la parada. Ahora sí que la esperaba. Y aún disfrutaba, más cada día, de verla aparecer por la esquina, fingiendo que patinaba. Aunque no estuviera helado o llevara las botas. Iba alegre, despreocupada diría, sin arreglarse demasiado ni descuidar un ápice su imagen. A veces, incluso, se olvidaba que estaba yo allí, y volvía a ser indiferente, a mí, a fin de cuentas, a una Charlotte más mayor que acompañaba a su hermano pequeño, al mediano de los Kranvitte, a Chris, por el que nunca pasaba el tiempo, a la señora White, y a Thomas, el nuevo repartidor de periódicos que jamás nos dio media sonrisa. Siempre llegaba la última, pero nunca llegaba tarde. De todas formas, no nos hubiéramos ido sin ella. Vivía como baila delante del espejo de mi cuarto de baño. Y ahora se sentaba a mi lado, como si fuera casualidad y nos tratáramos de perfectos desconocidos. Cómo aquel día que vino a saludarme y acabó casándose conmigo.
Me daba un beso, y no me hacía falta nada más en esta vida.
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