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Werner H.

¿Existiría realidad alguna? Al doblar en Calle Economía podía recitar con los ojos cerrados los locales de ambos lados, la mayoría ambientados con dudoso gusto y ningún cariño, con el aire de franquicia rentable de lavandería, cambio de dinero o venta de panecillos. Sólo podríamos salvar el café de la esquina, que cuidaba como en todos los países, la metículosa estética moderna y desenfadada que los Millenials necesitan para conectar el wifi a sus tablets. De todas las torres, bastante poco interesantes, por no decir nada, sólo la intención de los huecos de Eastwood Avenue One merecía alguna atención. Con un típico retranqueo alterno de varias alturas y sus plantas de ciudad que nunca podrían escaparse de su macetero de hormigón. La entrada de Le grand tower también me gustaba. Probablemente por el precio del mármol y el juego del voladizo con los paneles limpios de vidrio especialmente más grandes de lo normal. Aunque precisamente las puertas de los edificios se salvaran todas. Tal vez fuera por los porteros, que siempre te dedicaban una sonrisa de oreja a oreja y unos buenos días señor, incluso aunque no fueran tu edificio. O pudiera ser por las estrictas normativas que manejaban estas grandes constructoras, que hacían que sino te fijabas, pareciera que caminas en un paño de cristal enmarcado infinito, que confundía restaurantes con tiendas con centros comerciales u oficinas. Fuera lo largo que fuera tu recorrido. Al menos dentro de tu burbuja. Algunos metros más para allá, y hasta llegar a la burbuja próxima, el humo, los jeepneys, las seis vías de coches atascados, las moles de hormigón bajas que parecen abandonadas y los puestos callejeros respirarían un aire totalmente distinto. El aire de casi toda aquella mega urbe de 20 millones de habitantes. Siempre que mencionaba al bueno de Werner Heisenberg, ya no podía quitármelo de la cabeza en toda la semana. Probablemente la señora que caminaba a mi lado viniera de más lejos, y se hubiera levantado hacía dos horas, arreglado una habitación donde dormían también sus cuatro hijos, uno de ellos con su mujer y dos nietos, tomado dos autobuses, un tricicle y ahora compartieramos estos escasos metros que separan mi casa de la oficina. Y los repetidos 7.11 fuera lo único en común con su barrio. Y simplemente no tener que ver los cientos de cables entrelazados a postes torcidos a ambos lados de la carretera, o el mero hecho de tener amplias aceras, hiciera que ella se sintiera en Nueva York o Londres. Y no le importara si la tienda de la esquina había cuidado más o menos las lámparas de su local. Y menos aún, que los balcones fueran bonitos o el tamaño de los cristales. Era obvio, que la realidad era sumamente subjetiva. Por lo que no podía sino existir sólo de manera individual y nunca absoluta. La belleza esta no los ojos del que mira.


Pero yo a ella, la había visto con mis propios ojos, con ojos humildes y libres de prejuicios, y no podía albergar relatividad alguna. Había recorrido su figura con cuidado, como el que perfila con la mirada el contorno de una obra en un museo. Y se fija en cada pliegue, en cada forma. Se pierde en cada trazo, descubriendo la manera de la que fue concebida cada línea. Y la sigue hasta perderse y volver al principio, o al infinito que es lo mismo. La había visto acercarse desde la parada del autobús. Y podría asegurar el perfil exacto de su sonrisa. El ángulo de su comisura, el rasgo exacto de su hoyuelo. Podía hablar con certeza del color de sus ojos. Que son del color de las sombras de la costa asturiana. Que podrían parecer marrones cuando pasas, pero si los observas durante unos segundos, tienen cientos de matices. Viene el mar y los acaricia con sus olas. O descubres cuando los iluminas, que realmente son verdes como la hierba que hay en ellos, como el agua que los baña. Y con absoluta seguridad, podría seguir describiendo sus labios, la curva de sus pómulos, descender por su cuello y dar hasta el último detalle. Como que su piel es más suave cuando le acaricias la espalda, o la naturaleza errática del tango comparado con el movimiento lento de su cadera. Todo aquello, entre muchas otras cosas, debiera ser indiscutible, no sólo a mi persona. Pues aún podía recrear su olor que no lograba robarme ni el tabaco, su tacto en estas manos, el sabor de transitar su anatomía. Podrían darse otros paisajes en los que la disfrutara, y cambiara de posición, y su silueta jugara conmigo. Pero podía asegurar con certeza que los sentidos nunca me mentían. Y ella se presentaría ante mi así cientos de veces. Confirmando, como excepción, el principio de incertidumbre. Pues yo, respecto a ella, no tenía ninguna.

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