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Yo no quiero

Quizás descubra, o recuerde algún día, que la vida sólo era ir desaprendiendo. Como si en realidad, de niños, ya nos hubieran revelado todos los secreto de la felicidad absoluta. Y desde entonces, con la tozuda insistencia de un péndulo, nos hubiéramos empeñado en complicarla. Que se tratara de ir olvidando con los años todo lo que no eres. Ir poblando las ciudades donde no habías estado. Cometiendo los errores que no existían, abriendo las puertas equivocadas, cerrando las heridas que antes no dolían. Para después, ir vaciándote de aquello que no habías sentido. Ir colocando todos los os recuerdos rigurosamente desordenados en estanterías y álbumes de fotos. Puede que incluso, en marcos y en repisas de salones, entre figuritas, enciclopedias y sueños rotos. Ir depositándolo todo, sin borrar un sólo momento del camino. Entonces, dando un paso atrás, que dicen te da perspectiva, ir poco a poco desdibujando todo lo que no se parece a ti. Todo lo que no te identifica. Y saberte, al fin, en tu más sencilla secuencia de notas, para poder escribirlas sobre un pentagrama.


Claro que es muy probable, que llegados ese punto, la mayoría se dedique a repetirlas una y otra vez, acomodados en una melodía que saben propia. Que les funciona, más o menos, y alguien les dice que sí, quiere, bailar con ellos. Que saben que si vuelven a tocarla, volverá a sonar de idéntica manera, y seguirán los pasos que ya se saben, y las vueltas que ya han dado. Y en aquel ritmo serán felices, que al fin y al cabo, supongo que es lo más importante en la vida.


Pero para mí sólo la gente que está loca tiene sentido. Los que saltan en los charcos sin katiuskas e imaginan una banda sonora cuando caminan. Que te miran, y te sonríen. Que viven, y realmente pasean por las calles y los parques. La gente menos cuerda que ni sale con pijamas de flores a la calle ni colecciona úteros de cebra. Sólo digo, los que son felices en silencio, y a veces, sólo buscan el jaleo, el bullicio. Me refiero, a los que conocen perfectamente sus notas, sus corcheas, sus claves de sol, su melodía, pero se levantan un día con ganas de un sólo de saxofón, o de repente de tocar como un loco los platillos toda la mañana. Los locos que se lanzan, violín abajo, a por un vals una tarde, y bailan durante horas en una plaza en la que nunca habían estado bajo la luz de las farolas, y esa noche, decide que es mejor seguir soñando con los pies que irse a la cama.


Porque si el árbol de Berkeley se cae en todos los bosques que no habitan la gente sensata, no hace ruido. Y en el nuestro, es un estruendo. Porque sólo cuando escribes tu propia música, descubres la belleza de un silencio. Porque estamos dónde no nos vemos, y nos vemos en los espejos a distintos ritmos. A veces jadeando, otras sólo siguiendo a Juan Luis Guerra. Nos damos bocados en la ausencia. Y allá dónde dicen que van a estrellarse, todos los valientes vuelan. Y descubren los rincones más inhóspitos y bonitos de la humanidad. Dónde no hay turistas haciéndose fotos, y hay sentimientos que no se encuentran en las canciones de los Cuarenta.


Ella no quería un amor civilizado, ni vecinas con pucheros, ni besar mi cicatriz. Yo era un imperio de incivilidad, con domingos por la tarde, y un columpio en su jardín.

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