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Aquellos ojos infinitos.

  • Writer: Felipe Díaz-Miranda
    Felipe Díaz-Miranda
  • Jul 5, 2016
  • 3 min read

Tenía los ojos grandes y marrones. Pero sobre todo, infinitos. Llenos de mares y noches en vela, y cuentos que nunca le contaba a nadie. Y canciones que había escuchado alguna tarde en algún rincón del planeta. Y la veías tararearlas, porque ella todo lo decía con los ojos. Hablaba, escuchaba, te mentía y te contaba la verdad. Podías mirar lo que pensaba, y ver sus pensamientos mirarte. Era un inocente libro en blanco, dónde podías escribir lo que quisieras, y un libro de colores para contagiarte y mancharte hasta el fondo de las entrañas. Y viajabas a todos los lugares dónde había viajado, y pisabas sus continentes, y veías las pirámides de Egipto, alguna playa del Norte en invierno, bailaba contigo en la feria de Sevilla, te sentaba en la Patagonia delante de una chimenea, o te salpicaban sus cataratas de Iguazú. Entonces, pasaba un momento apenas, una milésima de segundo, el horrible instante que duraba su parpadeo. Y volvía a llenarte de vida.


Cuándo ibas a hacerle la primera pregunta, ya te lo había contado todo. Y a quién le importa un nombre, una edad, un código de barras. Somos la efímera materia que no puede dejarse por escrito ni en vídeo ni en foto. Es lo que sientes cuando estás con ella. Es la sonrisa que va por dentro de la sonrisa que enseña. O la sonrisa que va por dentro de una mueca triste. Y las lágrimas detrás de cualquier cara. Las que nunca salieron y a algunos les mojan. Entonces, qué me importaba de dónde viniera, dónde quisiera ir. O cuándo. Sólo quería que se quedara conmigo, un rato. Que volviera a inundarme del mundo que sólo ella había visto, porque todo lo que ella miraba se volvía extraordinario.


Volvió a parpadear. Se reía a carcajadas, con la boca, además de con los ojos. Y supuse que era para despertarme, para cortar el hechizo, y avisarme que no podía quedarme para siempre en su mirada. Fue cuando le dije que la acompañaba, con los pies, a dónde fuera. Y antes de que me diera las gracias –o dudara, era tarde, era de noche, acabábamos de salir de un bar- le dije que de nada. Y evitando volver a perderme entre pestañeo y pestañeo, me puse a caminar hacia Karlsplatz, por allí pasan todos los autobuses y los metros.


-¿Dónde vas? –me preguntó.

–Me vale cualquier lado si me dejas ir contigo –supuse que leyó en mi cara.

–Por aquí, anda, vamos caminando.


Y pasado Karolinenplatz, Barer strasse se me hizo corta. Nos fuimos contando, con palabras también, cosas irrelevantes, y nos fuimos entendiendo, sin palabras también, las cosas importantes. Para cuando llegamos a Hohenzoller platz ya éramos amigos de toda la vida. Y varios segundos, tal vez meses, sólo horas, quizás días, o semanas después, éramos un poquito más que eso.


Cuando desperté del siguiente parpadeo, probablemente fuera la mañana siguiente, ella ya no estaba. La exactitud temporal es una medida absolutamente relativa, y consecuentemente, los son el peso de los recuerdos, el dolor, la alegría. Así que poco me importaba cuánto hubiera pasado, desde entonces, la Gran Vía no era grande, ni los paseos un paseo. Estaba en algún lugar que no recuerdo, trabajando en algún sitio que no me importa cuándo. Y aquel barrio ya sólo era un cuarto. Cuatro paredes, un coche, pedir la cena, un sofá, una tele y una cama. Y esperaba delante del teléfono, como quién busca algo que ha perdido, y vuelve a mirar una y otra vez en el mismo sitio. Vacío. Entonces, sólo me quedaba cambiarme de planeta. Y cuando cerraba las maletas llegaba un mensaje. "¿Qué tal?". Y pensaba, ya me mudaré mañana.






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