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Los árboles mueren de pie.

  • Alejandro Casona
  • Jun 30, 2016
  • 4 min read

MAURICIO. No volverá a ocurrir: ya hemos expulsado al pedagogo y hemos tomado en su lugar a un ilusionista de circo. (Isabel sonríe ya entregada.) Gracias.


ISABEL. ¿A mí? ¿Por qué?


MAURICIO. Porque al fin la veo sonreír una vez. Y conste que lo hace maravillosamente bien. Usted acabará siendo de los nuestros.


ISABEL. No creo. ¿Son ustedes muchos?


MAURICIO. Siempre hacen falta más. Sobre todo, mujeres.


ISABEL. Dígame... Una especie de tirolés que pasó por aquí a gritos, con unos perros...


MAURICIO. Bah, no tiene importancia. Un aficionado.


ISABEL. ¿Pero a qué se dedica?


MAURICIO. Anda escondido por los montes soltando conejos y perdiendo perros. Es un protector de cazadores pobres.


ISABEL. Ya, ya, ya. ¿Y un mendigo que entró muy misterioso por esa librería, con un collar de perlas...?


MAURICIO. ¿El ladrón de ladrones? Ese es más serio. ¡Tiene unas manos de oro!


ISABEL. ¿Para qué?


MAURICIO. Está especializado en esos muchachos que salen de los reformatorios con malas intenciones... (Gesto de robar.) ¿Comprende?


ISABEL. Comprendo. Cuando ellos... ¿eh? (Gesto de robar con los cinco dedos.) él los sigue, y... (Repite el gesto delicadamente con el índice y el pulgar.) ¿Eh...?


MAURICIO. ¡Exactamente! (Ríen los dos.) ¿Ve cómo ya va entrando?


ISABEL. Claro, claro. ¿Y después?


MAURICIO. Después los objetos robados vuelven a sus dueños, y el ladronzuelo recibe una tarjeta diciendo: "Por favor muchacho, no vuelva a hacerlo, que nos está comprometiendo". A veces da resultado.


ISABEL. ¿Sabe que tiene unos amigos muy pintorescos? Artistas profesionales, supongo.


MAURICIO. Artistas sí; profesionales, jamás. Los actores profesionales son muy peligrosos en los mutis, y el que menos pediría reparto francés en el cartel.


ISABEL. — (Mira en torno complacida.) Es increíble. Lo estoy viendo y no acaba de entrarme en la cabeza. (Confidencial.) ¿De verdad, de verdad, no están ustedes un poco?...


MAURICIO.—(Ríe.) Dígalo, dígalo sin miedo; tal como va el mundo todos los que no somos imbéciles necesitamos estar un poco locos.


ISABEL. Me gustaría ver los archivos; deben tener historias emocionantes ¡tan complicadas!


MAURICIO, No lo crea; las más emocionantes suelen ser las más sencillas. Como el caso del Juez Mendizábal. ¡Nuestra obra maestra!


ISABEL. ¿Puedo conocerla?


MAURICIO. Cómo no. Una noche el Juez Mendizábal iba a firmar una sentencia de muerte; ya había firmado muchas en su vida y no había peligro de que le temblara el pulso. Todos sabíamos que ni con súplicas ni con lágrimas podría conseguirse nada. El Juez Mendizábal era insensible al dolor humano, pero en cambio sentía una profunda ternura por los pájaros. Frente a su ventana abierta el Juez redactaba tranquilamente la sentencia. En aquel momento, en el jardín, rompió a cantar un ruiseñor. Fue como si de pronto se oyera latir en el silencio el corazón de la noche. Y aquella mano de hielo tembló por primera vez. Sólo entonces comprendió que hasta en la vida más pequeña hay algo tan sagrado y tan alto, que jamás un hombre tendrá el derecho de quitársela a otro. Y la sentencia no se firmó.


ISABEL. ¡Ah, no, no, no, por favor, esto es demasiado! ¡No irá a decirme que también aquel ruiseñor era usted!


MAURICIO. No, yo no he llegado a tanto. Pero tenemos un imitador de pájaros ¡prodigioso! Algunas noches de verano, en señal de gratitud, le hacemos volver a cantar al jardín de Mendizábal. ¿Está ya claro todo?


ISABEL. Todo. Lo que no me explico es por qué tienen que esconderse, como si estuvieran haciendo algo ilegal.


MAURICIO. Es que desdichadamente es así. No hay ninguna ley que autorice a robar niños, ni está permitido sobornar a los jueces aunque sea con el canto de un ruiseñor. (Se le acerca, íntimo.) Ahora piénselo. Aquí tiene una casa, unos buenos amigos, y un hermoso trabajo. ¿Quiere quedarse con nosotros?


ISABEL. Se lo agradezco, pero ¿qué puedo hacer yo? La más torpe, la última. Estoy cansada de oírlo cientos de veces en el taller. ¡No sirvo para nada!


MAURICIO. Primero crea que sirve, y luego servirá. Y no piense que hacen falta grandes cosas; ya ha visto que, a veces, basta un simple ramo de rosas para salvar una vida. Usted, por lo pronto, tiene una sonrisa encantadora.


ISABEL. Gracias, muy amable.


MAURICIO. Cuidado, entendámonos: no es una galantería, es una definición. Le estoy hablando como director, y mi deber es convertir esa sonrisa, que no es más que encantadora, en una sonrisa útil.


ISABEL. ¿Cree que una sonrisa puede valer algo?


MAURICIO. Quién sabe. ¿Ha paseado alguna vez por detrás de la cárcel?


ISABEL. ¿Para qué? Es un baldío triste, lleno de hierro viejo y de basura.


MAURICIO. Pero sobre ese baldío hay una reja, y aferrado a esa reja un hombre siempre solo, sin más que ese paisaje sucio delante de los ojos. Pase usted por allí mañana al mediodía, mire hacia la reja, y sonría. Nada más. Al día siguiente, vuelva a pasar a la misma hora. Y al otro, y al otro...


ISABEL. No comprendo.


MAURICIO. La peor angustia de la cárcel es el vacío, que hace inacabable el tiempo. Cuando ese hombre vea que el milagro se repite, hasta las noches le serán más cortas, pensando: "mañana, al mediodía..." (Le tiende la mano.) ¿Compañeros?


ISABEL.—(Resuelta.) Compañeros.


MAURICIO. Gracias. Estaba seguro. (Se dirige al audífono alegremente. Dentro empieza a oírse el canto del ruiseñor.) ¡Hola! ¿Helena? Ya puede venir. Y tráigame a ese señor.


ISABEL.—(Escuchando inmóvil.) ¡Realmente es prodigioso!


MAURICIO. ¿El qué?


ISABEL. Su imitador de pájaros.


MAURICIO. ¿Eso? Nunca. El nuestro lo hace mucho mejor ¡un artista! (Despectivo.) Ese que está cantando es un ruiseñor de verdad.

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"Abrí un blog porque en las redes sociales siempre valía más una imagen."

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